viernes, 10 de julio de 2009

continuancion de la histora de nietzsche

una originalidad profundísima. ¿De qué otra manera mi esposa y yo podríamos haber visto
cristalizado el más ferviente deseo de nuestra vida, que algún día algo nos llegará desde fuera para
apoderarse por completo de nuestro corazón y de nuestra alma? Ambos hemos leído su libro dos veces, una
vez a solas, durante el día, y luego en voz alta, por la tarde. Prácticamente nos disputamos el único ejemplar
que tenemos y lamentamos que el otro que se nos prometió no haya llegado.

¡Pero está usted enfermo! ¿Está también desanimado? De ser así, haría con alegría cualquier cosa para
disipar su desánimo. ¿Cómo empezar? Por ahora sólo puedo reiterarle mis incondicionales elogios.
Acéptelos, al menos, con espíritu cordial, aunque le dejen insatisfecho.
Reciba un muy sincero saludo de su
Richard Wagner
¡Richard Wagner! A pesar de su educación vienesa, de su familiaridad y trato con los grandes hombres
de la época, Breuer quedó deslumbrado. ¡Una carta escrita por la propia mano del maestro! Pero pronto
recuperó la compostura.
–Muy interesante, mi querida Fräulein, pero dígame con exactitud qué puedo hacer por usted.
Volviendo a inclinarse hacia delante, Lou Salomé puso con delicadeza la mano enguantada sobre la de
Breuer.
–Nietzsche está enfermo, muy enfermo. Necesita su ayuda.
–Pero ¿cuál es la naturaleza de su enfermedad? ¿Cuáles son los síntomas? –Nervioso por el roce de la
mano femenina, Breuer se sintió aliviado al nadar en aguas familiares.
–Dolores de cabeza. Más que nada, fuertes dolores de cabeza. Y náuseas continuas. Y ceguera
inminente: su vista se ha ido deteriorando de forma gradual. Y problemas de estómago. A veces no puede
comer durante días. E insomnio. No hay producto que le alivie y eso que toma cantidades peligrosas de
morfina. Y Mareos. Durante días enteros se siente mareado, como si estuviera en alta Max.
Las largas listas de síntomas no eran ni una novedad ni un atractivo para Breuer, que veía entre veinte
y treinta pacientes al día y que estaba en Venecia precisamente para librar–se de tales ocupaciones. No
obstante, ante la vehemencia de Lou Salomé, se vio obligado a escucharla con atención.
–La respuesta a su petición, mi querida señora, es que sí, que veré a su amigo. Eso no admite dudas.
Después de todo, soy médico. Pero, por favor, permítame hacerle una pregunta. ¿Por qué su amigo y usted
no se han dirigido a mi de un modo más directo? ¿Por qué no han escrito a mi consultorio de Viena pidiendo
una cita? –Mientras pronunciaba estas palabras, Breuer buscó con la mirada al camarero, para pedirle la
cuenta, y pensó en lo contenta que se pondría Mathilde al verle regresar tan pronto al hotel.
Pero no podía rechazar a aquella atrevida.
–Doctor Breuer, unos minutos más, por favor. Le aseguro que no exagero cuando le hablo de la
gravedad del estado de Nietzsche, de su profunda desesperación.
–No lo pongo en duda. Pero vuelvo a preguntarle, Fräulein Salomé, ¿por qué no va Herr Nietzsche a
verme a mi consultorio de Viena? ¿O por qué no visita a un médico de Italia? ¿Dónde vive? ¿Quiere que le
dé una recomendación para un médico de su ciudad? ¿Por qué yo? Y ya que estamos en ello, ¿cómo se
enteró de que me encontraba en Venecia? ¿O de que soy amante de la ópera y admiro a Wagner? –Lou
Salomé permaneció impávida y sonriente mientras Breuer disparaba sus preguntas; la sonrisa se hizo más
traviesa conforme se sucedían las descargas–. Fräulein, sonríe usted como si poseyera un secreto. Creo que le
gustan los misterios.
–Muchas preguntas, doctor Breuer. Llama la atención: llevamos sólo unos minutos hablando y fíjese
cuánto hay ya que saber. Buen augurio de conversaciones futuras. Permítame seguir hablando de nuestro
paciente.
¡Nuestro paciente! Breuer se Maravilló otra vez de su audacia. La mujer prosiguió.
–Nietzsche ha agotado los recursos médicos de Alemania, Suiza e Italia. Ningún médico ha logrado
comprender su mal ni aliviar sus síntomas. Me dice que en los últimos veinticuatro meses ha visto a
veinticuatro de los mejores médicos de Europa. Ha abandonado su patria y a sus amigos, ha dejado su plaza
en la universidad. Se ha convertido en un viajero que busca un clima tolerable, un par de días de alivio para
su dolor.
La joven hizo una pausa y levantó la taza, mientras mantenía la mirada fija en Breuer.
–Fräulein, en mi práctica médica muchas veces veo a pacientes en condiciones poco corrientes o
intrigantes. Pero permítame que le hable con franqueza: no hago milagros. En una situación así (con ceguera,
dolor de cabeza, vértigo, gastritis, debilidad, insomnio), cuando ya se ha consultado a muchos médicos
excelentes, no hay muchas probabilidades de que yo pueda hacer otra cosa que ser el médico excelente
número veinticinco que le ausculta en otros tantos meses. –Breuer se echó atrás, sacó un cigarro y lo
encendió. Lanzó una delgada columna de humo azul, aguardó a que se desvaneciera y prosiguió–. De nuevo,
sin embargo, la invito a que me permita examinar al profesor Nietzsche en mi consultorio. Aunque pudiera
ocurrir que la causa y cura de su estado estén más allá de la ciencia médica de 1882. Quizá naciera su amigo
demasiado pronto, una generación antes de lo que le tocaba.
–¡Demasiado pronto! –La joven se echó a reír–. Una observación muy aguda, doctor Breuer. ¡Cuántas
veces he oído a Nietzsche decir lo mismo! Ahora estoy segura de que es usted el médico indicado.
A pesar de su deseo de Marcharse y de la recurrente imagen de Mathilde ya arreglada y paseándose
con impaciencia por la habitación del hotel, Breuer manifestó un inmediato interés.
–¿Por qué dice eso?
Nietzsche habla de sí mismo calificándose a menudo de "filósofo póstumo", de filósofo para el que el
mundo todavía no está preparado. El libro que prepara en estos momentos empieza con ese tema: Zaratustra,
un profeta rebosante de sabiduría, decide instruir a la gente. Pero nadie entiende sus palabras. Nadie está
preparado para comprenderle y el profeta, al darse cuenta de que ha llegado demasiado pronto, regresa a su
soledad.
–Fräulein, sus palabras me intrigan: la filosofía me apasiona. Pero mi tiempo es hoy limitado y aún no
he oído una respuesta directa a la pregunta de por qué su amigo no acude a mí consultorio de Viena.
–Doctor Breuer –Lou Salomé lo miró a los ojos–, perdone mi falta de precisión. Puede que me ande
con demasiados rodeos. Siempre me ha gustado la compañía de espíritus ilustres; puede que porque necesite
modelos para mí propio desarrollo o porque disfrute coleccionándolos. Pero es un privilegio hablar con un
hombre de la profundidad y posición de usted. –Breuer se ruborizó. No podía resistir la mirada de la joven y
apartó la suya mientras ella continuaba–. Quizá sea poco concreta para prolongar este momento de
compañía.
–¿Más café, Fräulein? –Breuer hizo una seña al camarero–. Y más bollos como éstos. ¿Ha pensado
alguna vez en las diferencias entre las panaderías alemanas y las italianas? Permítame exponerle mi teoría
acerca de la concordancia entre el pan y el carácter nacional.

De modo que Breuer no se apresuró a regresar junto a Mathilde. Y mientras tomaba un tranquilo
desayuno con Lou Salomé, meditaba acerca de la ironía de la situación. ¡Qué extraño ir a Venecia para
reparar el daño hecho por una mujer hermosa y encontrarse departiendo a solas con otra más hermosa aún!
Observó que, por primera vez en muchos meses, su mente estaba libre de la obsesión por Bertha.
"Quizá haya esperanza para mí, después de todo. Quizá pueda utilizar a esta mujer para borrar a
Bertha de mí mente. ¿Habré descubierto un equivalente psicológico de la terapia farmacológica sustitutiva?
Una sustancia benigna, como la valeriana, puede reemplazar otra más peligrosa como la morfina. Del mismo
modo, Lou Salomé podría sustituir a Bertha y eso significaría un progreso. Después de todo, esta mujer es
más refinada, más completa. Bertha es... ¿cómo decirlo?, presexual, una mujer frustrada, una niña que se
agita con torpeza dentro de un cuerpo adulto."

No hay comentarios:

Publicar un comentario