Las campanas de San Salvatore interrumpieron el ensimismamiento de Josef Breuer. Sacó el macizo
reloj de oro del bolsillo del chaleco. Las nueve. Volvió a leer la pequeña tarjeta de borde plateado que había
recibido el día anterior.
21 de octubre de 1882
Doctor Breuer:
Quisiera verle por un asunto muy urgente. El futuro
de la filosofía alemana depende de ello. Le espero mañana
a las nueve de la mañana en el café Sorrento.
Lou Salomé
¡Nota impertinente! Hacía años que nadie se dirigía a él de forma tan atrevida. No conocía a ninguna
Lou Salomé. El sobre no llevaba dirección. No había manera de decirle a aquella persona que las nueve de la
mañana era una hora improcedente, que a Frau Breuer no le gustaría desayunar sola, que el doctor Breuer
estaba de vacaciones y que los "asuntos muy urgentes" no le interesaban. Que, en realidad, el doctor Breuer
estaba en Venecia para huir de los asuntos urgentes.
A las nueve en punto, sin embargo, estaba ya en el café Sorrento, escrutando los rostros que había a su
alrededor, preguntándose cuál sería el de la impertinente Lou Salomé.
–¿Más café, señor?
Breuer asintió con la cabeza al Camarero, un muchacho de unos catorce años, con el cabello negro y
húmedo peinado hacia atrás. ¿Durante cuánto tiempo habría fantaseado? Volvió a consultar el reloj. Otros
diez minutos de vida desperdiciados. Y desperdiciados ¿en qué? Como de costumbre, había estado
fantaseando con Bertha, la hermosa Bertha, paciente suya desde hacía dos años. Recordaba su voz
provocativa: "Doctor Breuer, ¿por qué me tiene miedo?" Recordaba la respuesta de la mujer cuando le había
dicho que ya no era su médico: "Esperaré. Usted siempre será el único hombre de mi vida".
Se reprendió a sí mismo: “¡Por el amor de Dios, basta! ¡Deja de pensar! ¡Abre los ojos! ¡Mira a tu
alrededor' ¡Deja entrar al mundo!”
Breuer levantó la taza e inhaló el aroma del rico café junto con el frío aire veneciano de octubre.
Volvió la cabeza y miró a su alrededor. Las otras mesas del café Sorrento estaban ocupadas por hombres y
mujeres que desayunaban, la mayoría turistas de cierta edad. Algunos tenían la taza de café en una mano y el
periódico en la otra. Más allá de las mesas, las palomas revoloteaban y se posaban. Sólo la ondulante estela
de una góndola que bordeaba la orilla alteraba las tranquilas aguas del Gran Canal, en las que se reflejaban
los grandes palacios que se alzaban en sus márgenes. Las otras góndolas aún dormían en el canal, amarradas
a los postes que sobresalían en oblicuo de las aguas, semejantes a lanzas arrojadas al azar por la mano de un
gigante.
"¡Sí, eso es, mira a tu alrededor, imbécil! –se dijo Breuer–. La gente viene a Venecia de todos los
rincones del mundo; gente que se resiste a morir sin conocer toda esta belleza. ¿Cuánto me habré perdido en
la vida sólo por dejar de mirar? ¿O por mirar sin ver?" El día anterior había dado un paseo solitario por la isla
de Murano y al cabo de una hora no había visto ni memorizado nada. Ninguna imagen se había filtrado por
su retina hasta la corteza cerebral. Pensar en Bertha le ocupaba todo el tiempo: evocaba su seductora sonrisa,
sus ojos adorables, el tacto de su cuerpo cálido y dócil, y su respiración acelerada cuando la examinaba o le
daba un masaje. Escenas así tenían poder, vida propia; y cada vez que bajaba la guardia, le invadían la mente
y se apoderaban de su imaginación. "¿Será ésta mi suerte para siempre? –se preguntó–, ¿estoy destinado a ser
sólo un escenario donde los recuerdos de Bertha representan continuamente su drama?"
Alguien se puso en píe en una mesa contigua. El chirrido de la silla metálica sobre el ladrillo
sobresaltó a Breuer, que de nuevo volvió a buscar a Lou Salomé.
¡Al1í estaba! Tenía que ser la mujer que avanzaba por la Riva del Carbón y se disponía a entrar en el
café. Sólo aquella mujer interesante, alta, delgada, envuelta en pieles, que avanzaba con paso majestuoso
entre el laberinto de las atestadas mesas podría haber escrito aquella nota. Y a medida que se acercaba,
I r v i n D . Y a l o m E l d í a q u e N i e t z s c h e l l o r ó
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Breuer vio que era joven, quizá más joven aún que Bertha, posiblemente una colegiala. ¡Pero aquella
presencia imponente..., extraordinaria! ¡Llegaría lejos!
Lou Salomé siguió avanzando hacia él sin la menor vacilación. ¿Cómo podía estar tan segura de que
era él? Con un rápido ademán, Breuer se pasó la mano izquierda por la rojiza barba para comprobar que no le
hubieran quedado restos del desayuno. Con la derecha se estiró la negra levita para eliminar cualquier arruga
del cuello. Cuando la mujer se encontraba a pocos pasos de él, se detuvo un instante y lo miró a los ojos con
osadía.
El cerebro de Breuer dejó de parlotear. Mirar no requería concentración. La retina y la corteza
cooperaban a la perfección, permitiendo que la imagen de Lou Salomé entrara con toda libertad en su mente.
Era una mujer de belleza poco común: frente poderosa, barbilla fuerte, ojos azules brillantes, labios carnosos
y sensuales, pelo rubio ceniza cepillado de forma descuidada y recogido en lo alto en un lánguido moño que
dejaba al descubierto las orejas y el cuello, largo y elegante. Notó con especial placer los mechones de pelo
que se escapaban del moño y se esparcían, temerariamente, en todas direcciones.
Otros tres pasos y ya estaba junto a él.
–Doctor Breuer, soy Lou Salomé. ¿Puedo sentarme?
–Hizo un ademán para señalar la silla. Se sentó con tal rapidez que Breuer no tuvo tiempo de
saludarla, esto es, ponerse en pie, hacer una reverencia, besarle la mano, apartarle la silla de la mesa.
–¡Camarero! ¡Camarero! –Breuer chascó los dedos–. Café para la señora. Caffè e latte? –Miró a
Fräulein Salomé. Ésta asintió y, a pesar del frío de la mañana, se quitó la capa de pieles.
–Sí, caffè e latte.
Breuer y su invitada permanecieron en silencio un momento. Lou Salomé lo miró a los ojos y empezó
a hablar.
–Tengo un amigo que está desesperado. Temo que se mate en un futuro muy cercano. Para mí
significaría una gran pérdida y una tragedia personal porque tendría cierta responsabilidad. Aunque podría
soportarlo y sobreponerme. Pero –se inclinó hacia él, bajando la voz– dicha pérdida se extendería más allá de
mí: la muerte de este hombre tendría consecuencias trascendentales para usted, para la cultura europea, para
todos. Créame.
Breuer estuvo a punto de decir: “Estoy seguro de que exagera, Fräulein”, pero no pudo pronunciar
palabra. Lo que en otra joven habría sido una hipérbole adolescente parecía distinto en aquel caso: algo que
había que tomarse en serio. Su sinceridad y convicción resultaban irresistibles.
–¿Quién es ese hombre? ¿lo conozco?
–¡Todavía no! Pero con el tiempo todo el mundo lo conocerá. Se llama Friedrich Nietzsche. Tal vez
esta carta de Richard Wagner al profesor Nietzsche sirva de presentación. –Extrajo una carta del bolso, la
abrió y se la dio a Breuer–. Primero debo decirle que Nietzsche no sabe que estoy aquí ni que poseo esta
carta.
La última frase hizo dudar a Breuer. "¿Debo leerla? El profesor Nietzsche no sabe que me la enseña, ni
siquiera sabe que la tiene esta mujer. ¿Cómo la habrá conseguido? ¿La habrá tomado prestada? ¿La habrá
robado?"
Breuer se enorgullecía de muchas cualidades suyas. Era leal y generoso. Su perspicacia para el
diagnóstico era famosa: en Viena era el médico personal de grandes hombres de ciencia, artistas y filósofos
como Brahms, Brucke y Brentano. A los cuarenta años era conocido en toda Europa y ciudadanos
distinguidos de todo Occidente viajaban para consultarle. Pero, sobre todo, se enorgullecía de su integridad:
ni una sola vez en la vida había cometido un acto deshonroso. A no ser que se le quisieran reprochar sus
pensamientos carnales sobre Bertha, pensamientos que en buena ley deberían dirigirse a su mujer, Mathilde.
Dudó antes de coger la carta. Aunque sólo un instante. Otra mirada a aquellos ojos cristalinos bastó
para convencerle y cogió la carta. Llevaba fecha del 10 de enero de 1882 y empezaba: "Mi querido
Friedrich". Algunos párrafos se habían señalado con un círculo.
Acaba de entregar usted al mundo una obra inigualable. Su libro se caracteriza por una seguridad
absoluta y
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